SE PRESENTA COMO AMIGO DEL TRIBUNAL

Excma. Tribunal Superior de Justicia:

…………., en la representación más abajo invocada, con el patrocinio letrado del Dr. ………..,junto con quien constituyo domicilio a los efectos del presente proceso en ……………….. de la ciudad de Córdoba, Provincia de Córdoba,  en los autos caratulados “Portal de Belén Asociación Civil c/ Superior Gobierno de la Provincia de Córdoba”, ante V.E. respetuosamente me presento y digo:

I.-

PERSONERÍA Y LEGITIMACIÓN

En virtud del poder otorgado a mi nombre, soy mandatario de la Asociación para la Promoción de los Derechos Civiles(en adelante, “PRODECI”), con sede en xxxx la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con facultades suficientes como para representar a la entidad en el presente proceso.

Hago presente que no dispongo a la fecha de los instrumentos que acreditan tal representación, en tanto el mandato invocado me ha sido conferido mediante acta notarial otorgada en la Ciudad de Buenos Aires el pasado viernes 20 de mayo de 2016, razón por la cual tales instrumentos no han llegado aún a mis manos. Pido a V.S. fije el plazo que estime pertinente a fin de permitirme presentar los documentos en cuestión (léase, copia auténtica del poder aludido y de los estatutos de la entidad; de este último se acompaña copia simple en este acto), con arreglo a lo previsto en el artículo 91 del Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia.

En dicho carácter solicito ser tenido como amigo del tribunal, en los términos previstos en la Acordada 7/2013 de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Tal como surge del mismo estatuto, PRODECI tiene entre sus propósitos el de actuar desde una perspectiva eminentemente jurídica, tanto en sede administrativa como judicial, en defensa de “la persona humana, su dignidad y el bienestar de la comunidad, en particular de sus sectores más desprotegidos” (artículo 2° del estatuto). Entre las alternativas que se contemplan para alcanzar tales fines se hace referencia a la posibilidad de “tomar intervención en expedientes administrativos o judiciales con vistas a prevenir conflictos en donde estén en juego los derechos humanos, especialmente el derecho a la vida de las personas desde su concepción y hasta la muerte natural” (artículo 3°).

Inspirados por tales objetivos, y en razón de la formación jurídica que caracteriza a la casi totalidad de sus miembros, entre las tareas acometidas por PRODECI desde la fecha de su constitución la asociación ha venido desplegando una intensa labor orientada, entre otras cosas, a la defensa de la vida y dignidad humanas, brindando asesoramiento a entidades públicas y privadas, presentando y debatiendo propuestas y proyectos vinculados al tema, participando en foros de discusión, organizando clases y conferencias, etcétera, focalizándose en todos los casos en los aspectos jurídicos de las materias involucradas.

A partir de la trayectoria referida, PRODECI entiende contar con suficiente y reconocida competencia en la cuestión debatida en autos, y poseer indudable interés en participar en apoyo de la postura asumida por la asociación actora, cuyo planteamiento se encuentra claramente alineado con la defensa de la vida de las personas por nacer.

En ese espíritu se exponen las reflexiones que se vierten a continuación, en el entendimiento de que podrán ser de utilidad al Tribunal al momento de dictar su sentencia.

Declaro, por último, que la entidad que represento no ha recibido ningún financiamiento o ayuda económica de ninguna especie de manos de las partes del proceso, como tampoco asesoramiento en cuanto a los fundamentos de esta presentación. Por otra parte, el resultado del litigio no acarreará ningún beneficio patrimonial, directo o indirecto, para esta asociación.

II.-

OBJETO

En atención a la convocatoria realizada por V.E. para que, en el plazo de quince días hábiles, se expresen opiniones fundadas, en calidad de “amigos del tribunal”, sobre la cuestión debatida en autos, referida a la inconstitucionalidad de la “Guía de Procedimiento para la atención de pacientes que soliciten prácticas de aborto no punible, según lo establecido en el artículo 86 incisos 1° y 2° del Código Penal de la Nación” (en adelante, el “Protocolo”), aprobada por la Resolución N° 93 dictada el 30 de marzo de 2012 por el Ministerio de Salud de la Provincia de Córdoba, vengo en legal tiempo y forma a exponer algunas de las razones que, a juicio de la asociación que represento, contribuyen a respaldar la declaración de inconstitucionalidad del Protocolo decretada por el tribunal “a quo” en la sentencia que ha sido objeto de recurso.

Asumiendo que V.E. no estará desprovisto de aportes de otros “amigos del tribunal” que hagan particular hincapié en los sólidos argumentos jurídicos que respaldan el derecho a la vida de las personas por nacer desde el momento de su concepción con base en numerosas normas de rango constitucional que integran nuestro ordenamiento, y dado el acotado espacio de que se dispone, esta asociación ha creído conveniente centrar su exposición sobre otros aspectos de la cuestión debatida en autos, que hacen también a la inconstitucionalidad del Protocolo. Ello no sin antes dejar a salvo la más rotunda adhesión de esta entidad a la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que, en reiteradas ocasiones, ha declarado que el derecho a la vida constituye el “primer derecho natural de la persona humana, preexistente a toda legislación positiva, y que resulta admitido y garantizado por la Constitución Nacional y las leyes” (Fallos, 302:1284; 310:112; 323:3229; 324:3569; y 331:453).

III.-

OPINIÓN FUNDADA

3.1. Artículo 86, incisos 1° y 2°, del Código Penal: ¿derecho al aborto o excusa absolutoria?

El considerando del Protocolo advierte que “la legislación vigente no contiene normas que establezcan el procedimiento que deben seguir los profesionales de la salud ante la solicitud de prácticas abortivas por una mujer en el marco de las disposiciones del artículo 86 incisos 1 y 2 del Código Penal”. Ante ese vacío, en el mismo texto se concluye que “resulta necesario dictar los instrumentos pertinentes que contemplen la asistencia médica en forma rápida y segura, como la contención de la víctima”.

Se parte, así, de la base de que las “prácticas abortivas” aludidas se desarrollan en el ámbito de la “asistencia médica” que deben brindar los profesionales de la salud frente a cualquier solicitud que reciban de parte de una mujer que se encuentre en alguna de las situaciones previstas en el artículo 86, incisos 1° y 2°, del Código Penal. Y es en ese entendimiento que se dicta la guía cuestionada, por la cual se establece el “procedimiento para la atención de pacientes que solicitan prácticas de aborto no punible” en el marco de los supuestos previstos en la norma penal referida.

No puede dejar de advertirse que semejante temperamento supone un giro respecto del verdadero alcance y propósito de la normativa penal en cuestión, ya que ésta, en razón de su ubicación metodológica y tal como se ha puesto de manifiesto por parte de la doctrina especializada, no consagra otra cosa que excusas absolutorias frente a una conducta cuya ilegalidad intrínseca persiste.

Mal puede atribuirse al legislador la voluntad de configurar como “derecho” una actividad que resulta intrínsecamente violatoria del derecho a la vida de un tercero. La justificación de la “no punibilidad” (tal la expresión empleada por la norma) ha de buscarse en otras razones (ajenas a la supuesta licitud de la conducta), más propias de la política legislativa en materia criminal que a la hipotética legalidad de los supuestos contemplados.

Explica, en este sentido, Sebastián Soler que un hecho antijurídico y culpable (es decir, objetivamente delictual) puede no estar subordinado a una figura por dos razones distintas, la segunda de ellas referida a que “la ley, expresamente, se niega a aplicar la pena en determinados casos, (…) por razones extrañas a la pura ilicitud culpable de la acción: excusas absolutorias” (ver su Derecho penal argentino, Tomo II, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1992, pág. 234). Las excusas absolutorias, pues, son circunstancias personales que dejan sin efecto la punibilidad, pese a que la realización del tipo fue antijurídico y el autor culpable, por lo que reconocen como fundamento que la imposición de la pena resulta contraproducente en el caso.

La sentencia que ha sido materia de recurso aborda esta cuestión con encomiable lucidez. Tras señalar que “es claro que los incisos en cuestión del referido artículo del Código Penal no hacen otra cosa que establecer una excusa absolutoria para el delito de aborto, es decir que la norma se limita a establecer impedimentos para la punibilidad, es decir que define ciertos supuestos en los cuales el Estado prácticamente ‘renuncia’ a ejercer en ellos el ius puniendi”, añade que “el hecho de que el legislador haya eximido de pena a determinada conducta no necesariamente la transforma a ésta en una conducta lícita y, menos aún, en un derecho exigible”. El tribunal a quo ilustra semejante conclusión con un ejemplo preclaro: “si bien el art. 34 del Código Penal establece como no punibles aquellos delitos en los que su autor obrase con estado de emoción violenta que le impida comprender la criminalidad del acto y dirigir sus acciones, la no punibilidad de esos delitos no significa que, ante un homicidio que un ciudadano incurso en emoción violenta habrá de perpetrar de modo inminente, las autoridades anoticiadas del peligro puedan permanecer pasivas; al contrario, deberán intervenir y evitarlo”.

Ante tan rotundos argumentos, que el suscripto comparte plenamente, el decisorio reseñado sienta la siguiente conclusión: “un hecho no punible según la ley penal o incluso no tipificado como delito, puede de todos modos contrariar el orden jurídico y, en consecuencia, ser de todos modos ilícito, si atenta contra derechos de terceros o contra algún bien jurídicamente protegido (…) por otra rama del derecho”. La validez de tal aserto es incuestionable, y pone de relieve una noción bien conocida, cual es que el Derecho penal no persigue la totalidad de las conductas antijurídicas, sino tan sólo aquéllas que, a criterio del legislador, resultan más gravemente contrarias a la paz social.

Es del caso citar, también a este respecto, la autorizada voz de Soler, quien señala que “la prohibición penal es la culminación y no el comienzo de la ilicitud”, ya que “el derecho penal recibe de manos del restante derecho como un hecho ilícito lo que para él era sólo un hecho típico, una hipótesis de ilicitud: la sustancia ilícita que lleva a la pena no se la presta el derecho penal, sino el derecho todo”. Concluye, así, el autor que “el acto es ilícito, no cuando va contra el derecho penal, sino contra todo el derecho (ob. cit., Tomo I, págs. 24-25; el énfasis al final del párrafo pertenece al texto original).

En razón de ello, no puede menos que compartirse la observación del tribunal a quo dirigida a hacer notar que “el aborto, aun cuando concurran las circunstancias que configuran las excusas absolutorias de los incisos 1° y 2° del art. 86 del C. Penal, importa quitarle la vida a otro ser humano y, por tanto es una conducta antijurídica”, lo cual demuestra que “existe una inmensa distancia entre desincriminar penalmente una conducta y reconocer el derecho a ejecutarla, pero la distancia es todavía mayor si lo comparamos con reconocer el derecho a que se proporcionen los medios materiales para ejecutarla”.

He aquí, pues, el quid de la cuestión. Lo que hace del Protocolo un instrumento absolutamente injustificable desde el punto de vista jurídico es su pretensión de allanar el camino para que se practiquen abortos, poniendo a tal efecto a disposición de la mujer embarazada los medios materiales y humanos con que cuenta el aparato estatal para brindar atención sanitaria. Esto importa, en definitiva, contribuir desde el Estado a la consumación de una actividad indudablemente contraria a Derecho y, lo que es peor aún, lesiva del derecho a la vida de las personas más inocentes y desprotegidas, a las que aquél debería brindar máxima cobertura.

Esto está, como se comprenderá, en las antípodas de lo que el Estado debe realizar visto desde una perspectiva estrictamente jurídica y cualquiera sea la postura ideológica que se adopte frente al tema del aborto. La política asistencial en materia de salud no puede, en modo alguno, desentenderse de la protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización el período de enseñanza elemental”, tal como lo exige el artículo 75, inciso 23, de la Constitución Nacional.

3.2. Incompetencia de las autoridades provinciales para interpretar y reglamentar los alcances del Código Penal

Es indudable que el régimen contenido en el Protocolo encierra un intento de reglamentar el alcance y las modalidades de aplicación, dentro de los hospitales públicos de la Provincia de Córdoba, de las prácticas abortivas previstas en los incisos 1º y 2º del artículo 86 del Código Penal.

Así resulta con palmaria claridad del considerando mismo del citado reglamento, donde se aduce que “la legislación vigente no contiene normas que establezcan el procedimiento que deben seguir los profesionales de la salud ante la solicitud de prácticas abortivas por una mujer en el marco de las disposiciones del artículo 86 incisos 1 y 2 del Código Penal”, y que “en consecuencia resulta necesario dictar los instrumentos pertinentes que contemplen tanto la asistencia médica en forma rápida y segura, como la contención de la víctima”.

Lo cierto, pues, es que el articulado del Protocolo avanza sobre materias que van más allá de lo referido a la asistencia médica, para ingresar lisa y llanamente en cuestiones que hacen a la interpretación y aplicación del régimen consagrado en el Código Penal. Basten algunos ejemplos para demostrarlo:

a) El artículo 2.-b) del Protocolo declara que “el supuesto de aborto no punible contemplado en el artículo 86 inciso 2° del Código Penal comprende a aquel que se practique respecto de todo embarazo que sea consecuencia de una violación, con independencia de la capacidad mental de la víctima”. Lo hace con cita del fallo dictado por la Corte Suprema en el caso “F., A.L. s/ medida autosatisfactiva”, pero según reconoce el mismo Protocolo, “los fallos de la CSJN solo son obligatorios para el caso individual sometido a juicio”. Lo cierto, pues, es que la interpretación volcada en este punto del Protocolo no es, en modo alguno, pacífica en doctrina (ver, por todos, Fontán Balestra, Carlos; Derecho penal (Parte especial), decimoquinta edición, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1998, págs. 79-83) y escapa, claramente, a la competencia de la autoridad provincial que dictó el reglamento arrogarse la función de establecer el alcance con que cabe entender y aplicar la norma legal en cuestión, función que el constituyente ha reservado a los tribunales de justicia (arg. art. 75, inciso 12, de la Constitución Nacional).

b) El artículo 2.-c) establece que “no es necesaria la denuncia para que una niña, adolescente o mujer pueda acceder a la interrupción del embarazo producto de una violación”. Otro caso que ostensiblemente escapa al declamado propósito de brindar “los instrumentos pertinentes que contemplen tanto la asistencia médica en forma rápida y segura, como la contención de la víctima”, en tanto avanza sobre una materia estrictamente jurídica, cuya dilucidación está reservada a los jueces a los que eventualmente toque intervenir.

c) Otro tanto cabe decir respecto de la indicación contenida en el Protocolo según la cual, cualquiera sea el contexto, “para la realización del aborto no punible, no es necesaria autorización de autoridad judicial o administrativa” (artículo 2.-h), no obstante lo cual “de presentarse un caso que no estuviese contemplado en la presente guía, o que presentare alguna duda desde el punto de vista jurídico o procedimental y esto pudiese representar un obstáculo en la continuidad del procedimiento, el médico tratante y/o la autoridad hospitalaria deberán comunicarse a la Dirección de Jurisdicción de Asuntos Legales del Ministerio de Salud” (artículo 2.-k). El régimen reglamentario encierra, en este tramo, un claro propósito de ampliar el alcance del previsto por el legislador penal, toda vez que frente a casos no contemplados en la guía (lo que equivale a decir que se trata de casos no alcanzados por los supuestos de los incisos 1° y 2° del artículo 86 del Código Penal, que son aquéllos de los que la guía se ocupa), se sugiere dirimir la cuestión a través de un órgano asesor en materia jurídica de la propia Administración para evitar que ello (es decir, el hecho de tratarse de un caso no contemplado) pueda comportar “un obstáculo en la continuidad del procedimiento”. Nuevamente, el Protocolo deja en manos de un funcionario administrativo la interpretación y aplicación del régimen penal, en lugar de someter la cuestión a los jueces, que serían los únicos facultados para ocuparse del tema, máxime tratándose de “un caso que no estuviere contemplado”.

Queda, así, de manifiesto que, pese a su absoluta falta de facultades para reglamentar la ley penal de fondo, el órgano ministerial emisor del Protocolo ha incurrido en el grave vicio de arrogarse la atribución de interpretar sus normas, ampliando en ciertos casos los alcances que surgen de la letra del precepto penal objeto del reglamento dictado.

No ha de soslayarse que el propio Protocolo aduce, en su considerando, al criterio de reparto de competencias que impera en el sistema federal argentino, conforme al cual “la Provincia de Córdoba detenta el poder de policía en materia de legislación y administración de salud (Constitución Nacional art. 121 y Constitución Provincial art. 59)…”.

Ahora bien, es indudable que las directivas insertas en el Protocolo trascienden el ejercicio de la actividad de policía invocada, entendida como la actividad estatal que impone ciertas limitaciones al ejercicio de los derechos individuales con el fin de asegurar la seguridad, la moralidad, la salud y el bienestar general de los habitantes (Fallos 31:273; 136:161; 253:133; 254:56; 307:2262; 311:1438; 312:318; 315:222; 315:952; 322:2780), e ingresa en el ámbito de una labor estrictamente reglamentaria de la legislación de fondo.

Ello es así, en primer lugar, porque –como ya se señaló- no se está aquí ante la reglamentación de un “derecho”. Pero además, como es sabido, la potestad reglamentaria de las leyes dictadas por el Congreso de la Nación corresponde, de manera privativa, al Poder Ejecutivo nacional, conforme surge del artículo 99, inciso 2º, de la Constitución Nacional. En virtud de ello, compete exclusivamente al Presidente de la Nación (o, eventualmente, a los órganos que de él dependen a los cuales haya delegado tal cometido) la tarea de reglamentar las leyes del Congreso que necesiten ser precisadas en sus detalles para tornarse operativas, pues sólo de ese modo se asegura la coherencia del régimen uniforme para todo el país que el constituyente quiso asignar a esa misma legislación. Recuérdese, en tal sentido, que la Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene dicho que las disposiciones de los decretos reglamentarios son parte integrante de la misma ley (cfr. Fallos 187:449; 190:301 y 417; y 234:166).

Por si lo expuesto no bastase, cabe recordar que hay pacífica doctrina en cuanto a que los Códigos de fondo (Código Civil, Código de Comercio, Código Penal) no necesitan ser reglamentados, de modo que quedan, como regla, fuera del alcance de la potestad reglamentaria atribuida al Poder Ejecutivo. No está de más recordar que el motivo de esta interpretación es que dichos Códigos constituyen leyes que no están destinadas a ser aplicadas por la Administración Pública, en tanto se dirigen directamente a los particulares.

La aplicación de estos códigos, y por tanto también la facultad de interpretarlos es, por ende, del resorte exclusivo del Poder Judicial, tal como se desprende expresamente del artículo 75, inciso 12, de la Constitución Nacional, que tras encomendar al Congreso de la Nación el dictado de los Códigos Civil, Comercial, Penal y de Minería, añade: correspondiendo su aplicación a los tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones” (énfasis añadido).

En consecuencia, sea porque el único habilitado para reglamentar las leyes emanadas del Congreso de la Nación es el Poder Ejecutivo, sea porque, en el caso particular del Código Penal, se trata de una ley que no admite ser reglamentada, el Ministro de Salud provincial claramente no estaba habilitado para dictar el régimen reglamentario motivo de esta acción, así como tampoco para efectuar interpretaciones sobre el alcance de las normas previstas en el Código Penal.

3.3. Carácter sub-legal de la actuación administrativa

En el marco del Estado de Derecho que impera en nuestro país, está fuera de toda discusión que la actividad de la Administración pública se encuentra plenamente subordinada a lo que disponen las normas que integran el ordenamiento jurídico. Tal premisa se traduce en el hecho de que los derechos y garantías previstos en la Constitución, en los tratados y en las leyes, no pueden ser contradichos por la labor desplegada por los órganos administrativos, según resulta de la prelación normativa consagrada en el artículo 31 del texto constitucional.

En ello consiste, pues, el principio de legalidad, del cual resulta el carácter sub-legal de la actividad administrativa en su conjunto, y la consiguiente invalidez de todo acto (singular o reglamentario) emanado de la Administración que entre en contradicción con el ordenamiento legal.

La Corte, consciente de este posible reparo, en su sentencia del 13 de marzo de 2012 en los autos “F., A.L. s/ medida autosatisfactiva” (Fallos 335:197), expresamente exhortó a las distintas jurisdicciones a “implementar y hacer operativos, mediante normas del más alto nivel” los protocolos en cuestión (el subrayado ha sido añadido).

Lo cierto, sin embargo, es que el Protocolo dictado por la Provincia de Córdoba no se atuvo a este recaudo, con el agravante de que las prácticas indicadas en el texto reglamentario aprobado contradicen de modo flagrante lo dispuesto en normas de rango constitucional y legal, por lo que es forzoso concluir que se trata de una actuación de la Administración que vulnera las exigencias del principio de legalidad que ha de gobernar el proceder de la Administración. Interpretar lo contario sería tanto como entender que la clara y coherente normativa de rango constitucional y legal que protege la vida por nacer pudiera ser dejada sin efecto por un acto de rango meramente reglamentario.

La sentencia materia de recurso ha destacado con suficiente claridad las contracciones aludidas. En efecto, el fallo se detiene a hacer particular hincapié en ciertas normas constitucionales y legales de la órbita provincial que resultan ostensiblemente inconciliables con lo previsto en el Protocolo, a saber:

(i) los artículos 4° y 19 de la Constitución provincial, que declara inviolable a la vida humana desde el momento de su concepción, e impone particularmente a los poderes públicos su respeto y protección;

(ii) el artículo 59 del mismo texto constitucional, que contempla entre las políticas en materia de salud “el control de los riesgos biológicos, sociales y ambientales de todas las personas, desde su concepción”; y

(iii) ya en el orden legal, la ley 6222 (Ley de Salud Pública provincial), que impone a todas “las personas que ejercen las profesiones y actividades afines a la salud” la obligación de “respetar el derecho del paciente a la vida física y espiritual desde la concepción” (artículo 5, inciso b), y puntualmente les prohíbe “practicar, colaborar, propiciar o inducir la interrupción de la gestación por cualquier procedimiento” (artículo 7°, inciso d).

La incompatibilidad entre las disposiciones citadas y las directivas del Protocolo resulta tan notoria que exime de mayores comentarios.

A lo dicho cabría añadir, no obstante, la generalizada (pero no menos cierta y real) amenaza a la vida humana naciente que deriva del solo hecho de que la normativa provincial cuestionada consagre un procedimiento destinado a poner la totalidad de los hospitales públicos a disposición de quienes decidan abortar a partir de la mera invocación de las previsiones del Protocolo, sin siquiera balancear o intentar armonizar tales directivas con mínimas garantías en protección de la vida indefensa de aquéllas personas. He aquí, por cierto, la contradicción más irrefutable entre las disposiciones del Protocolo y las normas constitucionales de la Nación, que amparan toda vida humana desde el momento mismo de su concepción (cfr. los artículos 33, y 75, inciso 22, de la Constitución Nacional; los artículos 3 y 6 de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño; el artículo 4 de la Convención Americana de Derechos Humanos; el artículo 6 del Pacto Internacional de Derechos Sociales y Políticos; el artículo 1º de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; y el artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos).

3.4. Violación del derecho de defensa de las personas por nacer que carece de todo representante en el procedimiento previsto por el Protocolo

En distintos tramos del Protocolo se evidencia el esmero puesto de manifiesto por resguardar la adecuada representación de la madre encinta en aquellos casos en que la misma pueda ser menor de edad o incapaz. Así puede advertirse a partir de la lectura de los siguientes artículos del reglamento: 2.b), 2.e), 3.1.b), 3.1.d.1), 3.1.e), 3.1.e.1), 3.1.e.2), 3.1.i), 3.2.a) y 3.2.b).

Tal legítima preocupación contrasta, sin embargo, por la nula atención prestada a la otra persona involucrada en el procedimiento, la persona por nacer, pese a tratarse, como es innegable, de la parte más indefensa. Ninguna disposición a lo largo de todo el Protocolo se detiene a establecer la necesidad de que se brinde intervención a los representantes (legales o promiscuos) de dicho sujeto.

Debe repararse, en este sentido, que en la generalidad de los casos existe un (al menos potencial) conflicto de intereses entre la madre encinta y su hijo por nacer, que requiere indispensablemente de la presencia de un representante de este último, al menos con vistas a garantizar que concurren verdaderamente en el caso los extremos previstos en el artículo 86 del Código Penal que habilitarían (al menos desde la perspectiva del Protocolo) a la práctica del aborto. Tal necesidad de un representante del niño por nacer se torna aún más patente frente al hecho de que, para los casos de violación, el Protocolo exime a la mujer de formular denuncia judicial, y dispone que basta al efecto una simple declaración jurada en la que se haga constar que el embarazo es producto de una violación (artículos 2.b y 2.c).

La omisión apuntada en lo referido a la ausencia de todo representante del niño por nacer llega, incluso al extremo de que ninguna cabida se otorga a su padre (pese a que el artículo 101, inciso a), del Código Civil y Comercial designa como representantes de las personas por nacer a “sus padres”, sin distinción). Más aún, cabría colegir que se veda incluso todo posible acceso a las actuaciones por parte del padre, en tanto se dispone que “únicamente con el consentimiento de la paciente, se dará información sobre el caso a otras personas que no sean los profesionales y/o autoridades intervinientes” (artículo 2.-h).

Esta exclusión resulta, ciertamente, razonable en los casos de violación (donde la representación del por nacer debería, entonces, ser ejercida por otra persona, por razones obvias, sea por el Ministerio Público o por un representante designado “ad hoc”), pero carece de toda justificación para aquellos casos en que el aborto se solicita “con el fin de evitar un peligro para la vida o la salud de la madre”. Sin embargo, también en este último caso basta, según el Protocolo, el consentimiento de la mujer embarazada (ver sus artículos 2.d, 3.1.e, y concordantes).

El escenario descripto coloca al por nacer ante una evidente situación de indefensión, que conculca de manera flagrante su derecho a ser oído, aun a las puertas de una muerte segura. Ello comporta, claramente, un retroceso inconmensurable en materia de respeto al derecho de defensa, una de las garantías más caras a nuestro sistema constitucional, consagrada expresamente para el caso de las personas por nacer, en tanto se encomienda al Congreso «legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad. Dictar un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización el período de enseñanza elemental, y de la madre durante el embarazo y el tiempo de lactancia» (artículo 75, inciso 23, de la Constitución Nacional; énfasis añadido).

Nada de esto parece reflejarse en el Protocolo, que soslaya toda consideración para con la persona por nacer involucrada, para declarar, sin ambages, que “toda decisión que tome el médico tratante se basará, desde la óptica de la salud, exclusivamente en la situación de la mujer encinta” (ver su artículo 2.h).

3.5. Violación del principio de razonabilidad

Ya en los primeros párrafos del considerando del Protocolo se adelanta el propósito de su dictado en estos términos: “ante la presentación de casos en distintos lugares del país se puso de manifiesto la necesidad de adoptar un criterio que permitiera resguardar los derechos de las mujeres que requerirían dicha práctica, como también el de los profesionales del equipo de salud”. Se añade, más adelante, que “resulta conveniente avanzar en el dictado de normas y/o guías de procedimiento, que permitan garantizar el derecho a la salud de las mujeres que soliciten práctica de aborto terapéutico; como así también dar precisiones a los profesionales del equipo de salud sobre cuál debe ser su proceder”.

En sintonía con ese enfoque, la parte dispositiva del Protocolo establece, derechamente, como ya se recordó, que “toda decisión que tome el médico tratante se basará, desde la óptica de la salud, exclusivamente en la situación de la mujer encinta” (artículo 2.-h).

De este modo, el Protocolo se desentiende por completo del axioma básico que ha de presidir toda práctica médica, dirigido a intentar salvar todas las vidas en riesgo, en este caso, la de la madre y la del niño por nacer. El abordaje que se aprecia en el Protocolo, en cambio, está imbuido únicamente del preconcepto de que ha de procurarse, del modo más rápido posible, concretar la práctica del aborto, sin siquiera dar cabida a un análisis médico integral de la situación que pondere, por ejemplo, la posibilidad de dar respuesta al riesgo de la salud de la madre sin sacrificar la vida de su hijo, y sin tomar en cuenta los efectos nocivos sobre la salud de la madre que derivarán de la práctica del aborto que se propone.

Es cierto que el reglamento alude a que “el peligro para la vida o para la salud debe ser constatado por el médico tratante y sobre la base de los estándares vigentes”, y a que se debe determinar “la inexistencia de otro tratamiento alternativo, como así también que el peligro para la vida o la salud es consecuencia del embarazo o que el mismo contribuye a agravar dicho peligro” (artículo 3.1.d del Protocolo).

Se trata, pues, de recaudos loables pero, a nuestro juicio, del todo insuficientes, en tanto no se hacen cargo de que tales ponderaciones deben incluir en su análisis el hecho de que son dos las vidas que están en juego, circunstancia que no debe ser desatendida (sino que debería haber sido contemplada de manera expresa) como uno de los aspectos centrales a ser valorados al momento de emitirse el juicio médico. Tal como lo subraya el propio fallo apelado, “está fuera de toda duda que nos encontramos ante un conflicto de derechos entre dos personas”, el niño por nacer, cuya vida se juega en la decisión de abortar o no abortar, y la madre encinta cuya salud se encontraría en riesgo o que manifiesta haber sido víctima de una violación en virtud de la cual se concibió a ese niño.

En términos jurídicos se puede decir, en suma, que las indicaciones consignadas en el Protocolo no exhiben siquiera un mínimo apego al principio de razonabilidad, que exige ponderar la proporción entre la finalidad perseguida –v. gr., salvaguardar la salud o la vida de la madre- y los medios dispuestos para alcanzarla –en el caso, la eliminación de la vida humana en gestación, que goza de la misma protección jurídica que aquélla en riesgo, bajo el sistema constitucional argentino-, para así despejar si existen otras soluciones menos gravosas para alcanzar esa misma finalidad, aun cuando tal alternativa pudiere irrogar algún sacrificio (no tan extremo como la supresión de una vida humana) para la madre gestante.

No ha de olvidarse, por lo demás, que el reparo apuntado ha estado particularmente presente en la mente del legislador, quien se ha cuidado muy bien de circunscribir el supuesto de no punibilidad vinculado al peligro para la vida o salud de la madre únicamente a aquellos casos en los que el peligro aludido “no puede ser evitado por otros medios” (artículo 86, inciso 1°, del Código Penal), aspecto que parece haber sido soslayado por el órgano ministerial al dictar el Protocolo.

IV.-

PETITORIO

Por las razones expuestas a lo largo de este escrito, solicito a V.E. que:

a) tenga presentes las consideraciones vertidas a lo largo del mismo en calidad de amigo del Tribunal, en tanto se estimen conducentes para la resolución de la causa;

b) fije al suscripto un plazo para la presentación de los instrumentos que acreditan la representación invocada al comienzo de este escrito; y

c) oportunamente, resuelva declarando la inconstitucionalidad de la “Guía de procedimiento para la atención de pacientes que soliciten prácticas de aborto no punible”, aprobada por Resolución N° 93/2012 del Ministerio de Salud de la Provincia de Córdoba.

Proveer de conformidad,

SERÁ JUSTICIA.