El Senado de la Nación está próximo a tratar la designación de la Sra. Marisa Graham como “Defensora del Niño”. La sola perspectiva de que tal nombramiento pueda concretarse provoca honda sorpresa y rechazo en muchos de cuantos estamos siguiendo la cuestión con atención, dadas las declaraciones que la candidata vertió tiempo atrás cuando anticipó que, en caso de ser nombrada, no velará por la defensa de todos los niños, sino únicamente por la de aquellos que hayan sido deseados por sus padres[1]. Sus palabras exactas fueron: “Yo voy a defender a los niños de aquellos embarazos que quieran llegar a término” (https:///www.youtube.com/watch?time_continue=3&v=dsCThlzzktY/feature=emb_logo min 1.20).
La contradicción y sinsentido de su eventual nombramiento salta a la vista. Sería algo así como designar Ministro de Medioambiente a quien, conocido por su firme posición negacionista del fenómeno del cambio climático, ha hecho pública su decisión de no impulsar ninguna política dirigida a contrarrestar sus efectos.
El problema, en este caso, no reside en la postura favorable al aborto libre de la candidata, sino en su explícita voluntad de anteponer sus convicciones por encima de los deberes del cargo para el cual se postula.
Es del caso recordar que la ley 26.061, que creó la figura del “Defensor de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes”, le impone como función la de “velar por la protección y promoción de sus derechos consagrados en la Constitución Nacional, la Convención sobre los Derechos del Niño y las leyes nacionales” (art. 47). , Es esa misma legislación la que reconoce la condición de niño a “todo ser humano desde el momento de su concepción hasta los 18 años de edad” (art. 2º, de la ley 23.849).
El mismo ordenamiento nacional reconoce a “todo niño” el “derecho intrínseco a la vida” (art. 6, inciso 1º, de la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por la misma ley 23.849), y exige en todas las medidas concernientes a los niños que adopten las autoridades públicas “una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño”.
¿Cómo podrían conciliarse las exigencias antedichas con la abierta negativa de la Señora Graham a defender la vida de determinados niños por nacer, con el único argumento de que no son deseados por sus padres? ¿O será que ella pretende moldear un cargo a su gusto, con absoluta prescindencia de lo que establecen las leyes dictadas al efecto?
En tiempos donde la no discriminación (a Dios gracias) resulta un dogma indiscutido, la candidata se presenta en sociedad para lucir su nuevo traje (aquél que todavía está en proceso de confección) con declaraciones tan desafiantes como discriminatorias. Y ello con el agravante de que el criterio discriminatorio al cual apela no es otro que el simple “deseo” de quienes están en situación de decidir sobre la vida o la muerte de aquellos cuyo “derecho intrínseco a la vida” ella tendrá, llegado el caso, el deber de proteger.
No vamos a ponernos aquí a demonizar el deseo como pauta de conducta. Pero convengamos, al menos, en que lo deseado y lo debido no siempre coinciden. Que en ocasiones el deseo personal está teñido de individualismo, de cierto egoísmo, de una buena dosis de narcisismo, y, por todo ello, de un inevitable desinterés por el otro. El deseo no convierte lo deseado en un derecho a tutelar: deseo el auto de mi vecino, y eso no me habilita a apropiármelo.
Si “todo niño” tiene “derecho intrínseco a la vida”, si se es niño desde la concepción, si su interés superior merece una consideración primordial por parte de las autoridades: ¿cómo justificar que quien se postula para defender ese derecho claudique anticipadamente a hacerlo por no contrariar un deseo, y siga de todos modos siendo considerada idónea para el cargo?
Se trata, pues, de un defensor de oficio, que no está en condiciones de escoger o abandonar a sus defendidos según sus preferencias personales. Él tiene el deber de asumir la defensa de todos aquellos que acudan a él, y de allí que no pueda anteponer ningún reparo personal.
Pero además de las objeciones de fondo señaladas, media un impedimento formal insalvable para que prospere esta designación. Los propios Senadores, al poner en marcha el procedimiento de selección, dictaron un reglamento que fijó en 180 días el plazo máximo para completar el proceso.
Ese límite temporal venció en noviembre pasado. Sin embargo, en su afán por salvar a la candidata preseleccionada, los integrantes de la Comisión Bicameral a cargo del trámite aclararon que el plazo debía computarse en función de “días hábiles legislativos”. Una salida sin duda creativa (aunque huérfana de antecedentes en los anales de nuestra legislación).
Esta “aclaración”, pese a su discutible validez, no cambia las cosas. El pasado 29 de enero de 2020, el Presidente de la Nación dictó el decreto 111/2020 por el cual convocó al Congreso a sesiones extraordinarias e incluyó dentro de los temas a tratar la designación del Defensor del Niño. Esta circunstancia, por fuerza, produjo la reanudación del transcurso de los “días hábiles legislativos” (mal que le pese a la Comisión Bicameral). De modo que a esta altura los 180 días han, indefectiblemente, expirado.
En este estado de las cosas, la designación de la Sra. Graham sería no solo un contrasentido, sino una decisión que viola el reglamento dictado por el propio cuerpo legislativo. El procedimiento ha caducado. Sólo queda “barajar y dar de nuevo”, con la esperanza de que resulte seleccionado un candidato más consustanciado con las funciones propias de tan importante cargo.
Ignacio M. de la Riva
Profesor Titular de Derecho Administrativo
Universidad Católica Argentina
Miembro de PRODECI